Mañana vamos a bailar de acuerdo al itinerario estipulado
para tu casamiento. Pero hoy recurro a lo que puede devolvernos al mundo que
alguna vez compartimos. Llegados a este punto en que nos ganó la adultez hace
rato, me niego a darte un regalo adulto, uno que nos lance a esas aguas que
aplastan y uniforman, las de las listas de regalos en que todos regalan de todo
sin regalar nada. Elegirte el set de cacerolas inoxidable me resulta un insulto
que me reservo bajo la manga para una situación que en verdad lo amerite.
Hoy te escribo desde la meseta, con el horizonte algo ancho
y el misterio acechando del otro lado. Este atisbo de montaña sin bonete no se
parece en nada a las que trepábamos antes. No hacía falta descansar y, una vez
arriba, la carrera hasta abajo, las patas que corrían por encima de la cabeza,
las sonrisas llenas de tierra, las ramas que crujiendo bajo los pies, ese
cansancio que no medíamos.
Esa carrera de la que no teníamos idea, nos fue trayendo
hasta hoy, y se fue llenando de gente, de ideas, se limpió la tierra, se vació
de arrojo y reservó la risa para los descansos. Y siento que quedamos un poco a
mitad de camino. O al menos yo que hoy miro a los chicos con una envidia que me
consume. Trato de sumirme en sus juegos y ser del todo, como ellos. Pero ya se
me olvidó cómo era correr más allá de mí misma. Ellos saben cuándo termina el
juego, cuándo deja de ser divertido, cuando no da para más. Yo siempre lo
quiero estirar porque ya no sé jugar libre y sin forzar. Y escucho a mi sobrina
que me pide que le avise cuando termine de hacer lo que estoy haciendo. Y me
doy cuenta que esa mirada condescendiente me da ganas de salir corriendo a
esconderme de un mundo en el que ya no sé estar.
Empiezo a pensar que volverse grande no es más que controlar
los impulsos que nos permitían patear el horizonte hasta donde quisiéramos. Como
en el jardín de Alem, donde pasábamos horas dibujando ciudades en el piso con
las maderitas para el fuego. Casas que no necesitaban techos ni vigas, que se
sostenían a fuerza de un imaginario maravillosamente compartido. Una ciudad
hecha de pasto y madera pero que respiraba historias que se tejían gracias a un
consenso absoluto que hoy solo podemos lograr a fuerza de trabar el ceño, discutir
y ceder siempre midiéndonos mutuamente las importancias. Y acá te escribo desde
la cama, en este cuarto de esta pequeña casa y escucho un ruido que viene desde
el living que no para y me pregunto si no será mi imaginación aplastándose la
cara contra el concreto. Parece que tampoco sé más cómo construir más allá de
mí misma.
Ya no sabemos ser amigos como antes. Pero está bien así.
Guardamos en este abrazo a distancia un recuerdo infinito que no supo
acomodarse a lo que después dijimos querer ser.
Mañana vamos a saltar en tu fiesta pero solo cuando el ritmo
del casorio regulado así lo permita. Me perderé en la ronda obligada que te
perseguirá por el salón. Y vos, que de entre todas las personas que conozco
siempre supiste ganarte un lugar, aplastarás tu rareza para conformar a todos,
o a nadie, que es lo mismo. Y yo seré tu cómplice una vez más aunque esta vez
sin saber cómo, ni si termina, ni cuándo dejar de forzar.